La Bella Durmiente – Capítulo III

La nueva candidata no tenía nada que ver con la anterior. De la habitación contigua salió una anciana de cara arrugada y nariz grande, con verruga incluida, de sonrisa desdentada. Vestía con un sayo completamente de negro y la cabeza cubierta por una capucha. Andaba encorvada e iba de un lado a otro del pasillo, ofreciendo unas maravillosas manzanas rojas, que llevaba en una cesta de mimbre.

— Tomad, tomad, mis queridos niños y niñas — decía a todos con una siniestra mueca cuando les entregaba una de esas brillantes manzanas. — Tomad estas deliciosas y sanas manzanas.

En cuanto vieron entrar a aquella anciana siniestra, los dos hermanos al unísono, perfectamente sincronizados, apoyaron un codo en la mesa y descansaron sus cabezas en la mano, muertos de vergüenza.

— Tomad, tomad, mis quer… — intentaba repetir la anciana, pero Jacob, muy secamente la interrumpió. No podía permitir que aquello siguiera. Era extremadamente peligroso y su deber era impedirlo.

—Madre, ¿Pero que haces? — Wilhelm ni siquiera levantó la cabeza — Otra vez no madre, no ves que nos dejas en evidencia.

Jacob se levantó y se acercó adonde estaba su madre, la cogió suavemente de un brazo y se dispuso a acompañarla hacia la salida.

— Ya sabes que no eres una bruja, aunque papá a veces lo insinúe. No puedes venir a nuestro lugar de trabajo siempre que quieras, Wilhelm y yo ya somos mayorcitos y no necesitamos que estés todo el día controlándonos.— Le dijo con cariño a su madre — Además, mamá, ese personaje de ancianita que da manzanas envenenadas no se lo cree nadie — sentenció el joven, mientras que despachaba rápidamente a su madre por la salida del teatro. No sin antes quitarle con una habilidad digna de bribonzuelo de las calles, una brillante y roja manzana de la cesta.

— Sigamos — dijo, mientras le daba un generoso y victorioso mordisco a la manzana — ¡Siguien…

Pero Jacob no pudo terminar la frase. Desde la puerta por la que supuestamente debería haber salido su señora madre, le interrumpió la frase que ningún hijo queremos oír.

— ¡Jacob Ludwig Karl Grimm!

Nombre completo y apellido. Mala señal. Todos sabemos de primera mano, que cuando una madre te llama por tu nombre completo, enterito todo, estás en serios problemas. Vamos, que lo siguiente a eso es que una de sus zapatillas se dirija hacia tu cabeza a la velocidad del rayo. Y nunca fallan.

A Jacob le temblequearon las rodillas al oír su nombre en su máxima extensión de labios del ser más poderoso del planeta. El trozo de manzana que acababa de mordisquear se le quedó atravesado en medio del gaznate. En un momento pasó de ser un héroe victorioso a una especie de pato patético chapoteando en una charca a punto de ahogarse.

No sin esfuerzo, consiguió escupir el trozo de manzana que se le había quedado trabada en la garganta. Y voló, y voló varios metros hasta que fue a parar a la jarra de cerveza de Otto Lose. Si hubiera caído en la jarra de cualquier otro, se habría montado un gran lio, pero tan conocido era entre todos lo mucho, muchísimo, que le gustaba a Otto la cerveza, como lo poco, poquísimo, que le gustaba a Otto tener que levantarse para cambiar de jarra. Así que le dio un generoso sorbo, y a otra cosa.

Aún sin haberse recuperado del todo del intento de “manzanicidio”, Jacob pudo ver con pavor por el rabillo del ojo como se le acercaba su madre. Por lo menos aún no llevaba la zapatilla en la mano. No estaba todo perdido. Rehaciéndose como pudo, se preparó todo lo estirado que pudo para recibir el primer envite materno.

— ¡Debería de darte vergüenza! ¡Tratar así a una madre! — Recriminó la ancianita a Jacob, mientras hacía movimientos acusatorios con su dedo índice delante de su cara. — Claro, aquí, delante de tus amigotes te creerás muy valiente, — Los mencionados amigotes bajaron la vista al suelo al notar la mirada reprobatoria de mamá Grimm. — Y que pensará toda esta buena gente sobre el tipo de educación que os he dado a ti y a tu hermano. — La mencionada buena gente asentía a las dolidas palabras de la Sra. Grimm, mientras cuchicheaban (seguro que nada bueno) entre ellos.

Jacob abrió la boca para dar una réplica inteligente y suspicaz a su madre, no sin antes buscar con la mirada la ayuda de su hermano Wilhelm. Pero su hermano seguía con la cara, roja como una de las manzanas que llevaba su madre, sumergida entre sus manos: sabido es por todos que si escondes tu cara entre las manos ante cualquier desastre, ni está pasando ni lo ve nadie. Esto es así y punto.

— ¡Jo mamá! Me estás dejando en vergüenza delante de todo el pueblo. — Bueno sí, la inteligente réplica más bien quedó en un lamentable gimoteo — ¡Que ya somos mayorcitos corcho! — Un muy lamentable gimoteo.

A Jacob mejor le hubiera ido calladito. La Sra. Grimm, o la Bruja de las Manzanas como se la conocería en Marburgo a partir de esta noche, adoptó la típica pose de madre que se sabe con el poder moral de regañar a un hijo, por muy mayor y mucha barba que tenga, y con los brazos en jarra respondió con cierto tono de superioridad al polluelo que tenía delante.

— ¿Que ya sois mayorcitos?¿De verdad me lo estás diciendo? — Todos en la sala se dieron cuenta que estaba a punto de desencadenarse una tormenta materna. Y todos en la sala sabían que es lo que tenía que hacer un buen hijo: callarse y dar la razón a tu madre.

— Vamos a ver, Jacob, ¿quién es la que os despierta todas las mañanas, porque sois tan vagos de hacerlo vosotros solitos, todas las mañanas?

Con la cabeza agachada y los ojos puestos en el suelo, Jacob no podía dar más que una respuesta. — Tú, madre.

— Cuando por fin habéis conseguido levantaros de vuestras camas, ¿quién se encarga de recoger la habitación, vuestros calzones y hace vuestras camas?

— Tú, madre.

— ¿Quién se encarga de teneros todos los días la ropa bien limpia y bien planchada?

— Tú, madre.

— ¿Quién es la que os prepara con todo el cariño del mundo el desayuno, almuerzo, comida, merienda y cena todos los días?

Desde el público se oyeron algunas risillas, — La merienda de los nenes. — dijo algún graciosillo sin identificar, y el teatro entero estalló en carcajadas. — Seguro que les dan un biberón por la noche antes de dormir. — Añadió otro gracioso, entre las risas de la gente. Pero a éste si que pudo identificarlo Jacob, su “amigo” Klaus , al que le lanzó una mirada asesina antes de responder.

— Tú, madre.

— Y… — empezó a preguntar de nuevo la Sra. Grimm con manifiesta intención de seguir castigando a los chicos. Pero Jacob ya no podía más con semejante bochorno, y cortó a su madre.

— Vale, vale. Ya te hemos entendido todos los que estamos en esta sala. Tu ganas. — Dijo el mayor de los hermanos con gesto derrotado, mientras hacía una educada reverencia a su madre. — Si es lo que quieres, te puedes presentar al casting, y te haremos la entrevista como a las demás candidatas.

Dicho esto, el joven Jacob dirigió sus pasos cansados hasta la mesa que compartía con su hermano, que continuaba evadiéndose de todo lo que había ocurrido con su madre, o quizá estuviera dormido. La verdad es que tampoco era muy importante la diferencia. Se dejó caer pesadamente en la silla y dijo, dirigiéndose a su madre: — Por favor, adelante con la presentación.

— ¿Presentación?¿De verdad pensabais que quería participar en alguna de vuestras locas ideas? De verdad, no sé como podéis ser hijos míos. Sólo venía a traer unas pocas manzanas para repartir entre mis vecinos. Ahí os quedáis con vuestros juegos. Me voy a casa a preparar la cena. Esta noche hay croquetas, así que no lleguéis tarde, o sabréis lo que verme enfadada de verdad. — Dijo la Sra. Grimm, más Bruja de las Manzanas que nunca, mientras se dirigía hacia la salida repartiendo las últimas manzanas que le quedaban en el cesto de mimbre.

En ese momento el menor de los hermanos despertó de su letargo y, tras despegar su cara de sus manos, dijo: — Menos mal que la bruja mala ya se ha ido. Pensaba que no se marcharía ja… — ¡ZAASSS! Wilhelm recibió un zapatillazo en toda la cara. Y más allá de la puerta de salida, de la misma dirección de la que había venido la zapatilla voladora, se oyó la voz de su madre: — Wilhelm Karl Grimm, las madres lo oímos todo, lo vemos todo y lo sabemos todo. Estabas mejor calladito.

Wilhelm, con una marca roja en la cara del número 37, sólo logró decir: — ¡El jiguiente!

En esta ocasión la puerta no chirrió. Alguien había atrancado la puerta con una pequeña cuña de madera. Desde el fondo de la sala, seguramente desde la barra donde se reponía la cerveza, sonó una voz familiar: — ¡Arreglado!.

Y apareció el siguiente candidato. Metro treinta, pelo negro, con gafas negras redondas pegadas por diferentes sitios, vestía algo parecido al uniforme de un colegio: camisa blanca con corbata roja y amarilla, jersey gris claro, pantalones negros y una túnica negra. En la mano llevaba un palito. Era un niño de no más de 12 años.

CONTINUARÁ…