Durante los meses que siguieron a las navidades del 2016 se fue fraguando en nuestras cabezas una historia de aquel ratoncito malhumorado.
Al principio nos lo tomamos como un juego. Desarrollábamos la historia como respuestas a las preguntas que nos surgían de la actitud del ratoncillo: ¿Porqué se comportaba de esa manera?¿Porqué realizó aquella fechoría tan horrible?¿Cómo reaccionaría tras darse cuenta de lo que había hecho?¿Qué es lo que podría pasar después?
Todas las respuestas que arrojaron nuestra imaginación, las fuimos anotando alborotadamente ( como tenemos por costumbre ) en un viejo cuadernillo que andaba olvidado en un cajón del escritorio. Y según las terminamos de anotar en él, lo volvimos a meter en el mismo cajón del mismo escritorio. Y lo volvimos a olvidar.
Ese verano, como los veranos anteriores desde que mi hermana se trasladó a vivir a la encantadora ciudad de Tarragona, aprovechando que estábamos allí de vacaciones, volvimos a retomar nuestro tema de conversación favorito: el monotema de que “podemos hacer juntos”.
Durante el enésimo “brainstorming” que tuvo lugar entre los dos ( en realidad, nuestras tormentas de ideas, son más como una vieja cafetera italiana oxidada, de las que utilizaban nuestras abuelas, que cuando las ideas que están en el fondo se calientan, salen borboteantes por las tapas latentes de nuestras cabezas), surgieron de nuevo un montón de ideas (¿no oléis el aroma a café recién hecho?) que teníamos guardado en un pequeño tarro herrumbroso de “café”, con una enmohecida etiqueta que pone “ideas”.
Pero esta vez fue diferente. Normalmente, nuestras ideas podían ir desde hacer una página web de esto o de lo otro, hasta una pequeña librería dónde los clientes pudieran tomarse un café o un té.
Está vez estábamos de acuerdo en que hiciéramos lo que hiciéramos nos tendríamos que divertir y hacer lo que verdaderamente deseábamos hacer: escribir y dibujar.
Nos habría encantado que el intercambio en la distancia de ideas, bocetos, opiniones, contra-ideas, etc, hubiera sido como una compleja autopista neuronal, dónde toda ésta información se trasladase vertiginosamente de un lado a otro entrecruzándose con frenesí y precisión suiza, pero la verdad, es que nuestro sistema de comunicación, y a pesar de lo avanzada que está la tecnología en este sentido, era más bien como aquel primer corto de Mickey Mouse en el que apaciblemente viajaba por un río, subido en un desvencijado barco a vapor, silbando una despreocupada melodía y haciendo sonar los silbatos del barco a cada recodo del río.
Y así, silbido a silbido, viajando apaciblemente en nuestro pequeño barquito de imaginación, rescatamos de la oscuridad del cajón del escritorio, aquel viejo cuadernillo que guardaba en su interior un batiburrillo de palabras que querían formar una historia y, basándonos en los apuntes que teníamos, empezaron a dibujarse en nuestra “cabeza pensante” (una mezcla de rizos naranjas y entradas castaño-canosas), los primeros bocetos de los escenarios y personajes que darían vida a la historia.
Y por fín, en un vetusto y maravilloso cuadernillo de tapa blanda color azul que teníamos cariñosamente guardado en el cajón de el escritorio, escribimos un borrador completo sobre aquel ratoncillo blanco que nos visitó unas navidades.